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u corazón y el corazón de la locomotora bombeaban la sangre y el agua a un ritmo más suave y preciso. Cuando la máquina dejó de silbar llegó el traqueteo de los vagones sobre la vía férrea. Los penachos de humo subían lentos por detrás de las casas encaladas de las afueras del pueblo. Contempló un instante las nubéculas blancas, que se desparramaban deshechas por la labrantía, e hizo palanca con las manos sobre los muslos para incorporarse.
Todos los días, después de descolgar el último farol, el de Valdehigueras, espera a los braceros que cruzan el pueblo, para, por la Barranca del Maestro-escuela, que les acorta en un cuarto de legua la andadura, bajar a las cortijadas. Y, casi todos, pegado a la jamba de la taberna de Florencio, encuentra a alguien que le invita a una caña de aguardiente y le alivia el repeluco con un golpe animoso sobre el costillar.
Vuelve a toser y la tos se le encabrita en la garganta y se le quiebra en galladas sanguinolentas. Blandamente, las suelas de sus alpargatas apagan el inverosímil murmullo de las pisadas borrachas de su cansancio, mientras camina lentamente hacia el pueblo.
Hasta que no llega a la taberna de Florencio no advierte su retraso de casi media hora. Los braceros han cumplido ya su rito mañanero. Florencio, en mangas de camisa, aprieta sobre los platillos de hojalata el café recién molido y la zurrapa de la víspera, seca al sol y aliviada de achicoria. Las maquinillas, alineadas sobre el mostrador, cabrillean bajo la luz amarilla y sucia de las bombillas empolvadas. Florencio levanta las manos interrogantes y limpia luego la barra con un paño húmedo. Tamborilea después con los dedos sobre la madera y, resignado, llena de aguardiente una copa de cristal.
De nuevo tos
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