dejó.– ¿Me dejas pasar?Powers se dirigió a la cinta amarilla. El policía tendría unos treinta y cinco años y Bosch observó que caminaba con los andares arrogantes de un veterano de la calle. Era una manera de caminar que en Los Ángeles, al igual que en Vietnam, se contagiaba en seguida.Finalmente Powers levantó la cinta y Bosch pasó por debajo.– No te pierdas -comentó el patrullero.– Muy gracioso, Powers. Te has quedado conmigo.A ambos lados de la estrecha pista forestal, la maleza llegaba hasta la cintura. En la calzada de grava había desperdicios y cristales rotos: la respuesta de los intrusos a la advertencia de la verja. Bosch dedujo que aquél sería uno de los lugares nocturnos favoritos de los adolescentes de la ciudad que yacía a sus pies.A medida que avanzaba la música se oía cada vez más fuerte, pero Bosch seguía sin reconocerla. Cuando llevaba recorridos unos cuatrocientos metros, llegó a un claro que supuso que serviría de base a los bomberos por si se declaraba un incendio en la maleza de las colinas circundantes. En cambio, ese día se había convertido en el escenario de un asesinato. Al fondo del claro Bosch divisó un Rolls-Royce Silver Cloud y, junto a él, a sus compañeros: Rider y Edgar. Rider bosquejaba la escena del crimen en una libreta, mientras Edgar tomaba medidas y las recitaba en voz alta. Al percatarse de la presencia de Bosch, Edgar lo saludó con una mano enguantada y dejó que la cinta métrica se enroscara automáticamente.– Harry, ¿dónde estabas?– Pintando -respondió Bosch, acercándose a Edgar-. He tenido que limpiarme, cambiarme y guardar las cosas.Bosch se aproximó al borde del claro y contempló el panorama que se extendía a sus pies. Se encontraban en lo alto de un risco detrás del Hollywood B
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