ón de inutilidad se había apoderado de toda su persona; y sólo el asombro que esto le produjo pudo evitar que cayera totalmente en la zona oscura y densa que se abría lentamente ante él. Creyó oír los golpes de su corazón contra la tierra. «Pero ¿ante quién?, ¿ante qué? ¿Qué es lo que amenaza desde ahí…, del fondo del río?»
El miedo era algo totalmente nuevo y amargo para él. En otras ocasiones, si olfateaba alguna amenaza, su corazón volteaba casi gozoso por la proximidad de la lucha, de matar. Pero no era este bronco latido que le sacudía y que -se resistía a creerlo tanto se parecía al miedo. En los lances más osados de su vida no había tenido ni la más remota sospecha de morir, pero en aquel momento la muerte le rozaba a él, sólo a él. Y no era sólo miedo lo que sentía, sino algo peor: un húmedo sudor, un frío viscoso, como de saberse muerto.
Luego, llegó a sus oídos un sigiloso y rítmico golpear. Parecía uno solo, pero estaba hecho de otros muchos: uno en innumerables, como alas que batieran todas a la vez, con vibración y puntualidad de bien adiestrados timbales. Venía de allí abajo y chocaba contra el agua. En aquellos parajes apenas había alguna barca de las usadas por los pescadores que habitaban junto al lago. «Son remos. Remos que baten en el río. Vienen del Norte…»
En aquel momento su terror fue tan evidente como la lasitud de sus miembros y la tendencia de sus párpados a cerrarse. Paralizado, tendido e indefenso igual que una hoja caída del árbol, pensó: «Si se levantara la brisa, me arrastraría». Entonces, por primera y última vez en su vida, les vio. Y jamás pudo olvidarles.
Un gusto a sal inundó su paladar y lengua, y tuvo la clara visión de un mar gris y helado brotando a través de la niebla que rodeaba
El miedo era algo totalmente nuevo y amargo para él. En otras ocasiones, si olfateaba alguna amenaza, su corazón volteaba casi gozoso por la proximidad de la lucha, de matar. Pero no era este bronco latido que le sacudía y que -se resistía a creerlo tanto se parecía al miedo. En los lances más osados de su vida no había tenido ni la más remota sospecha de morir, pero en aquel momento la muerte le rozaba a él, sólo a él. Y no era sólo miedo lo que sentía, sino algo peor: un húmedo sudor, un frío viscoso, como de saberse muerto.
Luego, llegó a sus oídos un sigiloso y rítmico golpear. Parecía uno solo, pero estaba hecho de otros muchos: uno en innumerables, como alas que batieran todas a la vez, con vibración y puntualidad de bien adiestrados timbales. Venía de allí abajo y chocaba contra el agua. En aquellos parajes apenas había alguna barca de las usadas por los pescadores que habitaban junto al lago. «Son remos. Remos que baten en el río. Vienen del Norte…»
En aquel momento su terror fue tan evidente como la lasitud de sus miembros y la tendencia de sus párpados a cerrarse. Paralizado, tendido e indefenso igual que una hoja caída del árbol, pensó: «Si se levantara la brisa, me arrastraría». Entonces, por primera y última vez en su vida, les vio. Y jamás pudo olvidarles.
Un gusto a sal inundó su paladar y lengua, y tuvo la clara visión de un mar gris y helado brotando a través de la niebla que rodeaba
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