fiables máquinas que Rivera el marxista veía como signo igualmente fidedigno de progreso, pero que Chaplin vio como fauces devoradoras, máquinas de deglución como estómagos de fierro que se tragan al trabajador y lo expulsan, al final, como un pedazo de mierda.
Aquí no. Éste era el idilio industrial, el reflejo de la inmensamente rica ciudad que Rivera conoció en los años treinta, cuando Detroit le daba empleo y vida decente a medio millón de obreros.
¿Cómo los vio el pintor mexicano?
Había algo extraño en este mural de actividad hormiguienta y espacios repletos de figuras humanas sirviendo a máquinas pulidas, serpentinas, interminables como los intestinos de un animal prehistórico pero que tarda, arrastrándose, en regresar al tiempo actual. Yo también tardé en ubicar el origen de mi extrañeza. Tuve una sensación desplazada y excitante, de descubrimiento creativo, tan rara
en tareas de televisión. Estoy detenido aquí frente a un mural de Diego Rivera en Detroit porque dependo de mi público como Rivera, acaso, dependió de sus patrocinadores. Pero él se burlaba de ellos, les plantaba banderas rojas y líderes soviéticos en las narices de sus bastiones capitalistas. En cambio, yo no merecería ni la censura ni el escándalo: el público me da el éxito o el fracaso, nada más. Click. Se apagó la caja idiota. Ya no hay patrocinadores y a nadie le importa un carajo. ¿Quién se acuerda de la primera telenovela que vio en su vida -o, lo que es lo mismo, de la última?
Pero esa sensación de extrañeza ante una obra mural tan conocida, no me dejaba en paz ni me permitía filmar a gusto. Escudriñé. Pretexté el mejor ángulo, la mejor luz. Los técnicos son pacientes. Respetaron mi esfuerzo. Hasta que di en el clavo. Había mirado sin ver. Todo
Aquí no. Éste era el idilio industrial, el reflejo de la inmensamente rica ciudad que Rivera conoció en los años treinta, cuando Detroit le daba empleo y vida decente a medio millón de obreros.
¿Cómo los vio el pintor mexicano?
Había algo extraño en este mural de actividad hormiguienta y espacios repletos de figuras humanas sirviendo a máquinas pulidas, serpentinas, interminables como los intestinos de un animal prehistórico pero que tarda, arrastrándose, en regresar al tiempo actual. Yo también tardé en ubicar el origen de mi extrañeza. Tuve una sensación desplazada y excitante, de descubrimiento creativo, tan rara
en tareas de televisión. Estoy detenido aquí frente a un mural de Diego Rivera en Detroit porque dependo de mi público como Rivera, acaso, dependió de sus patrocinadores. Pero él se burlaba de ellos, les plantaba banderas rojas y líderes soviéticos en las narices de sus bastiones capitalistas. En cambio, yo no merecería ni la censura ni el escándalo: el público me da el éxito o el fracaso, nada más. Click. Se apagó la caja idiota. Ya no hay patrocinadores y a nadie le importa un carajo. ¿Quién se acuerda de la primera telenovela que vio en su vida -o, lo que es lo mismo, de la última?
Pero esa sensación de extrañeza ante una obra mural tan conocida, no me dejaba en paz ni me permitía filmar a gusto. Escudriñé. Pretexté el mejor ángulo, la mejor luz. Los técnicos son pacientes. Respetaron mi esfuerzo. Hasta que di en el clavo. Había mirado sin ver. Todo
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