El psicoanalista читать онлайн

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, que le recordaba de un modo muy directo su mortalidad, le hizo preguntarse si le quedaría tiempo suficiente para ver a alguno de ellos llegar a ese momento de aceptación que constituye el eureka del analista. Su propio padre había muerto poco después de haber cumplido cincuenta y tres años, con el corazón debilitado por el estrés y años de fumar sin parar, algo que le rondaba sutil y malévolamente bajo la conciencia. Así, mientras el antipático Roger Zimmerman gimoteaba en los últimos minutos de la última sesión del día, él estaba algo distraído y no le prestaba toda la atención que hubiera debido. De pronto oyó el tenue triple zumbido del timbre de la sala de espera.Era la señal establecida de que había llegado un posible paciente. Antes de su primera sesión, se informaba a cada cliente nuevo de que, al entrar, debía hacer dos llamadas cortas, una tras otra, seguidas de una tercera, más larga. Eso era para diferenciarlo de cualquier vendedor, lector de contador, vecino o repartidor que pudiera llegar a su puerta.Sin cambiar de postura, echó un vistazo a su agenda, junto al reloj que tenía en la mesita situada tras la cabeza del paciente, fuera de la vista de éste. A las seis de la tarde no había ninguna anotación. El reloj marcaba las seis menos doce minutos, y Roger Zimmerman pareció ponerse tenso en el diván.– Creía que todos los días yo era el último.No contestó.– Nunca ha venido nadie después de mí, por lo menos que yo recuerde -añadió Zimmerman-. Jamás. ¿Ha cambiado las horas sin decírmelo?Siguió sin responder.– No me gusta la idea de que venga alguien después de mi -espetó Zimmerman-. Quiero ser el último.– ¿Por qué cree que lo prefiere así? -le preguntó por fin.– A su manera, el último es igual que el primero -
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