El entenado читать онлайн

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o estuvimos en alta mar reunió a marineros y oficiales en cubierta y profirió una arenga breve exaltando la disciplina, el coraje, y el amor a Dios, al rey, y al trabajo. Era un hombre austero y distante, sin rudeza, y de vez en cuando se lo veía trabajar en cubierta con el mismo rigor que los marineros. A veces se paraba, solo, en el puente, con la mirada fija en el horizonte vacío. Parecía no ver ni mar ni cielo, sino algo dentro de sí, como un recuerdo inacabable y lento; o tal vez el vacío del horizonte se instalaba en su interior y lo dejaba ahí, durante un buen rato, sin parpadear, petrificado sobre el puente. A mí me trataba con bondad distraída, como si uno de los dos estuviese ausente. La tripulación lo respetaba pero no le tenía miedo. Sus convicciones rigurosas parecían sabidas de memoria y las hacía aplicar hasta en los más mínimos detalles, pero era como si también de ellas estuviese ausente. Se hubiese dicho que había dos capitanes: el que transmitía, con precisión matemática, órdenes que emanaban, sin duda, de la corona, y el que miraba fijo un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrificado sobre el puente.
En ese azul monótono, la travesía duró más de tres meses. A los pocos días de zarpar, nos internamos en un mar tórrido. Ahí fue donde empecé a percibir ese cielo ilimitado que nunca más se borraría de mi vida. El mar lo duplicaba. Las naves, una detrás de otra a distancia regular, parecían atravesar, lentas, el vacío de una inmensa esfera azulada que de noche se volvía negra, acribillada en la altura de puntos luminosos. No se veía un pez, un pájaro, una nube. Todo el mundo conocido reposaba sobre nuestros recuerdos. Nosotros éramos sus únicos garantes en ese medio liso y uniform
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