s? ¿Se comunicarán de algún modo entre sí los demonios y estos otros seres más recientes, o estarán simplemente allí, unos junto a otros, como ocurre con los arrendajos, los gorriones y las cornejas? ¿Dónde estará el país en el que se refugian unos y otros cuando la tierra se ve aplastada por hileras de tanques, cuando los que van a ser fusilados cavan sus propias tumbas junto al río, mientras, entre sangre y lágrimas, penetra la Industrialización en la aureola de la Historia? ¿Podríamos imaginar una especie de congreso que se celebrara en las cavernas situadas en lo más hondo de la tierra, allí donde el calor pasa a ser insoportable debido al fuego del centro líquido del planeta; un congreso en el que centenares de miles de pequeños demonios, vestidos de frac, serios y cariacontecidos, escucharan a los oradores que representan al comité central de los infiernos? Supongamos que los oradores anuncien que, por el bien de la causa, se prohibirá corretear por los bosques y praderas, que el momento exige otros medios y que los mejores especialistas actuarán a partir de entonces de manera que la mente de los mortales ya no pueda sospechar su presencia. Se oirían aplausos, pero no espontáneos, porque los congresistas comprenderían que fueron necesarios tan sólo en un primer período, que el progreso los ha relegado a oscuros abismos y que ya no podrán seguir contemplando puestas de sol, ni el vuelo del martín pescador, ni el brillo de las estrellas ni cualquier otra maravilla del mundo inconmensurable. Los campesinos del valle dejaban antaño, junto a la puerta de sus casas, un recipiente lleno de leche para las apacibles serpientes de agua, que no temían a los hombres. Luego se convirtieron en fervientes católicos, y la presenci
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