r, progresista cuando su espíritu de creyente cristiano le empuja afuera, más allá de las previstas casillas del ambiente en que vive; pero siempre personal y vivo, nervioso y aun caprichoso en la reacción, acerado en la crítica, seductor en el estilo. La cima de esta brillante carrera literaria llega, junto con la consagración mundial, con la concesión del premio Nobel de Literatura, en 1952. Los señores de la Academia sueca no hablan de oídas. La justificación que suele acompañar a tal galardón es en este caso certera: el premio, dicen, se le concede "por el análisis penetrante del alma y la intensidad artística con que ha interpretado en forma de novela la vida humana".En El desierto del amor se encuentran, en efecto, esas virtudes del Mauriac novelista: el penetrante análisis y la intensidad artística. La acción es escasa; la pasión, febril. En la tranquila vida provinciana, en esas vidas ordenadas, presididas por el deber, la pasión se conserva, se concentra. Nada, observa Mauriac la gasta, ningún soplo la evapora; "la pasión se acumula, se estanca, se corrompe, envenena, corroe el vaso vivo que la encierra". Por cierto que en estos verbos encontramos ya el gusto del novelista por las expresiones que indican corrupción. Y en el contraste "vaso vivo" la alusión a la antinomia materia y espíritu, carne y alma, alusión que es fácil encontrar repetidamente en la novela. Un día, por ejemplo, Lucie Courréges, la mujer del doctor Courréges, cree oír el grito ahogado de ese "enterrado vivo" que es su marido, de ese "minero sepultado".En la figura del doctor Courréges puso el novelista lo más lúcido de su mirada, lo más fino de su toque descriptivo, y como una soterrada ternura. Mauriac no conoció a su padre, que murió cuand
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