s de sus hermanos.
– «A 36.000 kilómetros de la tierra -leyó ella- se halla una órbita geoestacionaria, fija a la atmósfera porque se mueve a la misma velocidad de la Tierra: la Órbita Cementerio, como se denomina a aquella a la que se envían los satélites cuando pierden su vida útil. Todos los satélites disponen de una energía de reserva, de forma que, si se presenta algún problema, este último remanente de combustible se aprovechará para enviarlos a esa órbita, donde quedarán fijos en el espacio sin necesidad de ningún motor que los mantenga en su sitio.» O sea, para entendernos, que los pobres satélites son como elefantes que van a morir a su necrópolis común. No deja de tener su lado poético, si lo piensas. Imagínate, Bea: unos cachivaches enormes cuya labor principal era la comunicación, mudos, aislados para siempre, rodeados de un ejército de cachivaches similares que tampoco podrán comunicarse nunca más. Alucinante, ¿no?
Piensa en eso ahora, Bea, tantos años después. Hace cuatro años que no ves a Mónica. Piensa en la soledad de los satélites, la soledad orbital. Abandonados por aquellos a los que una vez sirvieron. Olvidados y fríos. Rodeados del vacío más yermo y absoluto, en el silencio helado del universo helado, cubiertos de una capa de escarcha que no brilla, que no tiene siquiera ya luz que reflejar. Inmóviles y dignos en su glacial retiro, satélites difuntos, cadáveres exánimes de gélida chatarra, antiguallas que fueron monstruos de acero y hierro, que una vez transmitieron fechas, datos y cifras a los que concedían importancia crucial. Fechas datos y cifras que ahora nadie recuerda. Ni la fuerza del hierro escapa al desamparo. Ahora, incomunicados, herrumbrosos titanes que han perdido su fuerza, condenados
– «A 36.000 kilómetros de la tierra -leyó ella- se halla una órbita geoestacionaria, fija a la atmósfera porque se mueve a la misma velocidad de la Tierra: la Órbita Cementerio, como se denomina a aquella a la que se envían los satélites cuando pierden su vida útil. Todos los satélites disponen de una energía de reserva, de forma que, si se presenta algún problema, este último remanente de combustible se aprovechará para enviarlos a esa órbita, donde quedarán fijos en el espacio sin necesidad de ningún motor que los mantenga en su sitio.» O sea, para entendernos, que los pobres satélites son como elefantes que van a morir a su necrópolis común. No deja de tener su lado poético, si lo piensas. Imagínate, Bea: unos cachivaches enormes cuya labor principal era la comunicación, mudos, aislados para siempre, rodeados de un ejército de cachivaches similares que tampoco podrán comunicarse nunca más. Alucinante, ¿no?
Piensa en eso ahora, Bea, tantos años después. Hace cuatro años que no ves a Mónica. Piensa en la soledad de los satélites, la soledad orbital. Abandonados por aquellos a los que una vez sirvieron. Olvidados y fríos. Rodeados del vacío más yermo y absoluto, en el silencio helado del universo helado, cubiertos de una capa de escarcha que no brilla, que no tiene siquiera ya luz que reflejar. Inmóviles y dignos en su glacial retiro, satélites difuntos, cadáveres exánimes de gélida chatarra, antiguallas que fueron monstruos de acero y hierro, que una vez transmitieron fechas, datos y cifras a los que concedían importancia crucial. Fechas datos y cifras que ahora nadie recuerda. Ni la fuerza del hierro escapa al desamparo. Ahora, incomunicados, herrumbrosos titanes que han perdido su fuerza, condenados
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